sábado, 20 de marzo de 2010

Ernesto Sábato




Framento de "Sobre héroes y tumbas"


Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza me pesaba corno si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterráneos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación de que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso de que mi cuerpo no hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella asombrosa región.Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba a oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados y mi instinto que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome.Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé cómo explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años.Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debería llamar negra —la que debe de existir en el infierno—, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había atraído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza.Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi cómo se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas.Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaicos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales.Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne, que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entré nuevamente en aquella cueva. Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas.Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desencadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia.El Universo entero se derrumbó sobre nosotros.