sábado, 20 de marzo de 2010

Ernesto Sábato




Framento de "Sobre héroes y tumbas"


Ignoro el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza me pesaba corno si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino Iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterráneos, la aparición de la Ciega, el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación de que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso de que mi cuerpo no hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella asombrosa región.Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba a oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exacerbados y mi instinto que me lo anunciaban. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome.Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé cómo explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años.Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de náusea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debería llamar negra —la que debe de existir en el infierno—, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de sus dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había atraído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza.Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi cómo se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas.Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaicos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales.Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne, que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entré nuevamente en aquella cueva. Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas.Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desencadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia.El Universo entero se derrumbó sobre nosotros.

domingo, 4 de octubre de 2009

Visión extasiada en el pubis de Venus



Una tarde mirando las estrellas de mar,
tórtolas marinas nadando en las algas del empíreo
vi en los pechos de ámbar de Euterpe,
y, al son de liras de ombú y abedul,
me miraba, niña de rizos violeta,
con sus ojos de mar, tan cándidos.

Tan bella, sus labios de almíbar besaron los lirios
y las almejas del río brotando líquenes
sobre los faros del parque de Mayo,
y entre sus cabellos violetas de trigo francés
asomó una hoja de opio espolvoreada de estrellas,
rociando el éter de humos multicolores.

Entonces las nubes de plomo se abrieron,
convulsionando los negros valles de Elusión
y a los cantores de amor en los cipreses
que se alzaron en los hombros de mi amada,
que, teniendo en manos el arco de Cupido,
atravesó mi pecho con la furia de Etna.

Hermosa Venus, encendió mis labios desiertos
y mi vuelo de corcel alado,
dándome a beber del Iguazú cristalino
de sus pechos de ámbar;
justo en la noche de los soles largos,
ella Luna, desnuda, sobre la hierba…

Y a cada beso de mi sirena lujuriosa
yo, alzando mis velas en sus mares azules,
perdía la brújula y doblaba el timón,
cuando, anclando mis ojos en su mirada eterna,
sentía el reflujo de los astros deslumbrantes
de sus piernas sobre las rosas del jardín.

Y entonces, como hiena hambrienta en celo
desgarré sus frágil piel de terciopelo,
herido de amor al éxtasis de su fuego;
guardándome al lecho en compañía suya,
ángel de cera, sirena cruel que tarareaba
a mi alma, desgajándola a un cóctel de estrellas.

Así bebía ella los licores de empíreo,
dándole a mis besos sabores de menta
afrodisíaca en largos vasos de ambrosia,
hasta que caímos de hogueras extasiados,
al pavor de las románticas sombras
de sus caricias y etéreos besos.

Arcángel, Cupido flecho mi negro laúd,
quimera de las pasiones,
dándome besos del sabor del Leteo,
trayendo las sagradas aguas del Sena
a los rincones de mi despintada poesía,
traspasando mis letras con sus versos de polen.

Musa celestial, más melancólica que la lluvia
y mas dulce que el opio del Brasil,
mas cruel que Átropos y Circe
dejó en mi pecho la marca del amor,
descargando su ballesta en los cielos de azur,
mientras llovía palomas en los ventanales.

¡De mas colores que el arco iris,
bella mas que las aves de invierno!
Con el cabello enroscado de estrellas
jugaba en los charcos de lapislázuli,
niña demonio, silbando a los cometas
que se deslizaban sobre su blanca frente.

Musa celestial,
creo oler opio en tus vestidos,
cuando, en la noche de las tórtolas
me traes un beso como de algodón,
que danza intrépido,
derramándose en el acíbar amargo.

Musa celestial, que tiene ojos de Luna,
desnudándose,
a la vista de los soles recelosos,
entre los pechos un lirio lleva,
abriéndose,
sus labios de hermosa Venus.

Julio de 2007

lunes, 28 de septiembre de 2009

El entierro de las rosas. Exilio.




Por entre la polvareda del cielo y las brumas inmóviles algo se asoma, acarreando los rostros de estrellas y algún que otro cuerpo en la lejanía. No es la luna. Quizás sean cometas, árboles del espacio, puentes del sueño. Están allá entre lo inmenso del vacío, espirales, surgentes.
Y entonces veo correr al río y prosigo mi canción. No es que ignore la profundidad de la noche, el hastío del cielo. Las aves partieron ayer; pero la primavera no ha venido todavía y hoy está nublado allá arriba. Quizás mañana vuelvan esos espectros del viento, amigos del horizonte.
-¿Por que no te alejas de aquí, alma inerte, de estos campos de luz?
Esto me gritaba un vagabundo en medio de los molinos y el viento de estío, y tuve que alejarme. Mas, me detuve antes un instante. Nadie debería ser expulsado del suelo que ama. Quien ha plantado flores en su propia tierra y es mandado al exilio, al perder su jardín pierde su propia vida. Quien es separado de las cosas que ama permanece en la sombra, sin recibir jamás luz alguna.
¡Oh, amigo de la noche! ¿Acaso conoces al hombre del callejón sucio, al señor de la barba, al insano? No hijo mío; nadie conoce a su prójimo, así como nadie recuerda a un amigo que se fue después de un tiempo. No dejes que la muerte florezca en tus campos. Habrá cadáveres por árboles, tumbas por geranios.
¿Quién se atreve a pisar de noche estas tierras?

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Vislumbre

Sucedió hace algún tiempo atrás, entre el lóbregue filo de la noche y las brumas en remolinos del invierno. Era un campo solitario cubierto de trigo y pastizales helados. Walter, el linyera, había plantado cadáveres de rosas en el baldío. Las regaría por la mañana y en poco tiempo nacerían de nuevo. Después, con el tiempo, veríamos desfilar a esos fantasmas que nos susurrarían al oído. Vendrían al anochecer, de la mano de nuestra amiga la muerte.
¡Ay, que profundo sentimiento de vida y de muerte había por esos lares! ¿Lo recuerdas amigo de los bosques? ¿Has oído entonces bramar a la luna en tu lecho solitario?

Los cardos tiritaban de frío
en ese andén de tardes de lluvia,
con las lunas golpeando ventanas,
y el silencio y la muerte en la bruma.

No deberíamos hablar de muerte sino hasta el final. ¿No has visto que todo final feliz termina con la vida? El campo ha madurado ya por estos días y al final ya no es como antes; sólo queda la muerte como final feliz para algunas historias. Y las flores finalmente morirán. Me lo dijo el invierno.
-¿Crees que estas rosas germinarán para el otoño? – Me preguntó el linyera.-
-¿Es que no conoces todavía a tu propio jardín? Si vuelven a morir quizás les des un consuelo.

No volví a verlo por varios días.
Una tarde llovía atrozmente en el sur, y lo único que podía hacer era leer y dormir. Ahi fue cuando creí comprender la profundidad de la vida, antes de la muerte. Una a una vi caer las gotas sobre el césped, oyéndolas como si fueran susurros.
Me dispuse a caminar por la avenida y después de pasar por el puente me crucé a quienes ya estaban hermanados con la muerte, a los fantasmas olvidados. Ellos no me veían. Se movían en filas, en una ronda interminable. ¡Dios mío! ¡Pobres gentes a quienes los vientos marchitaron! Y yo, quizás también un poco marchito, sentí pena. La vida sólo era un sueño confuso, y después vendría ese otro sueño aún más largo y oscuro del descanso eterno. Pero es de día aún, y llueve. El campo se encuentra oscuro y desolado, pero puedo sentir el olor de la lluvia mojando el pasto, las caricias del viento en el rostro joven. ¿Qué importa lo que vendrá después? Importa la esencia, lo que se es cuando se nace.
Los fantasmas siguieron desfilando bajo el puente hasta el anochecer. Entonces apagué las luces de los focos de mi hogar en ruinas.

- Walter, ¿han germinado tus rosas?
El hombre estaba meditabundo, sentado a la sombra nocturna de un nogal.
- ¡Ah si! ¡Ya empieza a dar sus frutos la primavera!

Es cierto. Ya es la primavera. El rincón mas oculto del bosque se abre para que los cuervos construyan sus nidos. También los zorzales cantan, y las golondrinas.
En uno de esos rincones me quedé dormido. Era el seno de la ribera, donde se deposita la sal de las lágrimas. Era el principio del silencio, donde todavía existe la vida.
Entonces puedo seguir tarareando mi canción.

(continúa....)

miércoles, 24 de junio de 2009

ARTHUR RIMBAUD




EL BARCO EBRIO


Mientras descendía por Ríos impasibles,
sentí que los remolcadores dejaban de guiarme:
Los Pieles Rojas gritones los tomaron por blancos,
clavándolos desnudos en postes de colores.

No me importaba el cargamento,
fuera trigo flamenco o algodón inglés.
Cuando terminó el lío de los remolcadores,
los Ríos me dejaron descender donde quisiera.

En los furiosos chapoteos de las mareas,
yo, el otro invierno, más sordo que los cerebros de los niños,
¡corrí! y las Penínsulas desamarradas
jamás han tolerado juicio más triunfal.

La tempestad bendijo mis desvelos marítimos,
más liviano que un corcho dancé sobre las olas
llamadas eternas arrolladoras de víctimas,
¡diez noches, sin extrañar el ojo idiota de los faros!

Más dulce que a los niños las manzanas ácidas,
el agua verde penetró mi casco de abeto
y las manchas de vinos azules y de vómitos
me lavó, dispersando mi timón y mi ancla.

Y desde entonces, me bañé en el poema
de la mar, lleno de estrellas, y latescente,
devorando los azules verdosos; donde, flotando
pálido y satisfecho, un ahogado pensativo desciende;

¡donde, tiñendo de un golpe las azulidades, delirios
y ritmos lentos bajo los destellos del día,
más fuertes que el alcohol, más amplios que nuestras liras,
fermentaban las amargas rojeces del amor!

Yo sé de los cielos que estallan en rayos, y de las trombas
y de las resacas y de las corrientes:
¡yo sé de la tarde, del alba exaltada como un pueblo de palomas,
y he visto alguna vez, eso que el hombre ha creído ver!

¡Yo he visto el sol caído, manchado de místicos horrores.
iluminando los largos flecos violetas,
parecidas a los actores de dramas muy antiguos
las olas meciendo a lo lejos sus temblores de moaré!

¡Yo soñé la noche verde de las nieves deslumbrantes,
besos que suben de los ojos de los mares con lentitud,
la circulación de las savias inauditas,
y el despertar amarillo y azul de los fósforos cantores!

¡Yo seguí, durante meses, imitando a los ganados
enloquecidos, las olas en el asalto de los arrecifes,
sin pensar que los pies luminosos de las Marías
pudiesen frenar el morro de los Océanos asmáticos!

¡Yo embestí, sabed, las increíbles Floridas
mezclando las flores de los ojos de las panteras con la piel
de los hombres! ¡Los arcos iris tendidos como riendas
bajo el horizonte de los mares, en los glaucos rebaños!

¡Yo he visto fermentar los enormes pantanos, trampas
en las que se pudre en los juncos todo un Leviatán;
los derrumbes de las aguas en medio de la calma,
y las lejanías abismales caer en cataratas!

¡Glaciares, soles de plata, olas perladas, cielos de brasas!
naufragios odiosos en el fondo de golfos oscuros
donde serpientes gigantes devoradas por alimañas
caen, de los árboles torcidos, con negros perfumes!

Yo hubiera querido enseñar a los niños esos dorados
de la ola azul, los peces de oro, los peces cantores.
Las espumas de las flores han bendecido mis vagabundeos
y vientos inefables me dieron sus alas por un momento.

A veces, mártir cansada de polos y de zonas,
la mar cuyo sollozo hizo mi balanceo más dulce
elevó hacia mí sus flores de sombra de ventosas amarillas
y yo permanecía, al igual que una mujer, de rodillas...

Casi isla, quitando de mis bordas las querellas
y los excrementos de los pájaros cantores de ojos rubios.
¡Y yo bogué, mientras atravesando mis frágiles cordajes
los ahogados descendían a dormir, reculando!

O yo, barco perdido bajo los cabellos de las algas,
arrojado por el huracán contra el éter sin pájaros,
yo, a quien los Monitores y los veleros del Hansa
no hubieran salvado la carcasa borracha de agua;

Libre, humeante, montado de brumas violetas,
yo, que agujereaba el cielo rojeante como una pared
que lleva, confitura exquisita para los buenos poetas,
líquenes de sol y flemas de azur;

Yo que corría, manchado de lúnulas eléctricas,
tabla loca, escoltada por hipocampos negros,
cuando los julios hacían caer a golpes de bastón
los cielos ultramarinos de las ardientes tolvas;

¡Yo que temblaba, sintiendo gemir a cincuenta leguas
el celo de los Behemots y los Maelstroms espesos,
eterno hilandero de las inmovilidades azules,
yo extraño la Europa de los viejos parapetos!

¡Yo he visto los archipiélagos siderales! y las islas
donde los cielos delirantes están abiertos al viajero:
¿Es en estas noches sin fondo en las que te duermes y te exilas,
millón de pájaros de oro, oh Vigor futuro?

¡Pero, de verdad, yo lloré demasiado! Las Albas son desoladoras,
toda luna es atroz y todo sol amargo:
El acre amor me ha hinchado de torpezas embriagadoras.
¡Oh que mi quilla estalle! ¡Oh que yo me hunda en la mar!

Si yo deseo un agua de Europa, es el charco
negro y frío donde, en el crepúsculo embalsamado
un niño en cuclillas colmado de tristezas, suelta
un barco frágil como una mariposa de mayo.

Yo no puedo más, bañado por vuestras languideces, oh olas,
arrancar su estela a los portadores de algodones,
ni atravesar el orgullo de las banderas y estandartes,
ni nadar bajo los ojos horribles de los pontones. "

martes, 16 de junio de 2009

Y una noche la luna se tiñó de negro





En Buenos Aires, lejos donde los charcos crecían y los ríos volvían a ser mar, y los mares crecían tan azules como el vestido del cielo, una noche la luna se tiñó de negro.
Y la dama buscaba al sol, oculto a miles de años luz: le decían la estrella extinguida.

Y si todo no fuese solo piedras, yo te hablaría, estrella mía:
-¿Y porque sigues ha tiempo la luz sola del dios del fuego?
¿Por qué te has ido estrella mía?

Valía la pena ver el eclipse.
Desde los campos la noche era mas negra y los geranios sollozaban al silencio de las aves y los grillos.

Todo enmudecía.
La carretera se encontraba muy fría, tan infausta como el cruel ocaso en donde buscamos al ave muerta en los nidos del ayer, y en los bosques. ¡Cruel! ¡Noche Cruel!
Nunca te pareces a esos mundos fantásticos llenos de flores, el paraíso nunca existió.

Pero, silencio.
La luna y el sol enmudecían.
Los dos reyes, hechos de un mismo hielo y azufre, colisionaban hasta fundirse los dos en un solo astro, y el señor de amarillo parecía ahogarse en el vientre nuestra madre, la luna.
Todo fue fugaz, y en un solo instante el profundo manto de la noche nos cubrió todo, hasta el mar de Punta Alta, y los arroyos que nunca existieron, porque simplemente lo que el poeta imagina es lo que no existe.

La luna se comió al sol.

Desde entonces el hombre lobo salió a habitar por siempre la pequeña plaza del barrio, y cada tanto sus aullidos prolongan nuestro miedo, y los cipreses se van volviendo cada vez mas polvo, hasta volver al seno de la tierra, de donde es que nacen.

Y la estrella jamás volvió a aparecer.

martes, 2 de junio de 2009

Vida y muerte de la mariposa




A la mariposa no le gustaba verse sola en el capullo y no tener alas, pero recordó un rato antes el pozo en el que se había visto. Era como en un sueño, pero no entendía lo que veía: brumas blancas y bosques interminables de vegetación tupida; estanques de aguas vaporosas; árboles de humo y pájaros quietos en la sombra de los nenúfares. Pero los pájaros no cantaban: ni siquiera se movían. La vegetación tan verde se aquietaba en el viento ausente recorriendo el rocío, el vapor volátil que los estanques arrojaban en el suelo. Las algas partían del río cuesta arriba, aferrándose a los cipreses.

Había tanto ruido y a la vez el silencio. El silencio arraigado desde la tierra que a la vez no era tierra, en el agua que a la vez no era y en todo el murmullo que se ensañaba en la completa soledad. Porque en realidad todo lo que había ahí no era, no existía. No era tampoco un sueño, porque en los sueños a veces es tangible el silencio, la tierra, el aire. Ni siquiera existían las brumas y los bosques, y todo lo que la mariposa veía era una invención de la nada, pues ella tampoco existía. Aún no había nacido.

Este estar y no existir la llevó a flotar en algo que parecía un lago, y algo que había en todo el azul, al brillar, reflejaba del otro lado del agua un pozo enorme. Después las corrientes las arrastraron hasta el pozo y fue tragada junto con todo ese mundo inexistente que la rodeaba. Podría decirse que de alguna manera inconsciente conoció la eternidad, la nada interminable que nunca empieza y que a la vez nunca acaba.
Del otro lado de la Tierra, acá donde el tiempo existe y corre y la hojarasca rueda, y el viento sopla, acá donde todo ser vivo siente el tenaz paso de las horas y ve como su rostro se cubre de arrugas, comenzaba la primavera.

La luz del sol se vio a primera hora del alba rociando los pastizales y jardines, y el rosal y los geranios vieron nacer sus primeros pétalos. Los grillos despertaron y hubo caravanas de caracoles trepando los árboles. El día nació como el cuadro de algún loco pintor. Pero no había pasado el momento eterno para la mariposa, y luego de salir del pozo quedó en un valle entre los musgos, sintiendo el viento de su vida que iba a comenzar. Ese otro escenario era aún más ensoñador.

Tan pronto como cayó entre los musgos del suelo, varias enredaderas lo atraparon haciéndolo girar por un camino en espiral hasta que, llegando al techo de una gran masa vidriosa, ciertos seres lo envolvieron en una tela. Después terminó hundiéndose en el agua estancada. Así fue que cayó de nuevo en un pozo, y ahí en donde quedó nacieron luego racimos de tréboles y oquedales de primavera. Todo había comenzado.

En la Tierra, ya comenzada la mañana y con la luz del sol ya plena, con el rocío evaporándose para convertirse en suave brisa, en el árbol, en el ciprés donde la reina mariposa cosechó vida, el capullo comenzó a moverse. Primero hubo un desliz de la hoja reseca que quedó del otoño y un rumor de libélulas que miraban con recelo. Mas abajo se detuvo el montón de hormigas en el césped que curiosas observaban, y palomas que venían del sur a mirar el nacimiento. ¡Que impresionante era todo aquello! Pues no hay nada más puro que algo que recién nace. Una criatura que, como la mariposa, siendo tan efímera es a la vez tan pura; como todas las criaturas que existen, pues lo único que hay en ellas es pureza inocencia.

Para ese entonces el sol había declinado un poco su luz debido a algunas nubes que lo cubrían, pero antes de llegar el mediodía se dejó ver de nuevo. Así fue que un tenue rayo cayó sobre el árbol donde se encontraba el capullo, y en sólo un instante salió el ave de colores abriendo sus alas majestuosas. Entonces las hormigas y los caracoles siguieron su rumbo, y los vientos acompañaron en el vuelo a la mariposa hasta que ésta falleció.

A la mañana siguiente hacía frío y marché hacia el parque en donde decían que había nacido la mariposa. Busqué entre las hojas secas y entre los arbustos y oquedales pero no encontré nada. Cuando quise partir vi que de la tierra brotaba un geranio de muchos colores, y después comprendí que ahí era donde había muerto aquélla. Mas tarde cuando salí del parque la vi: en la alfombra de los lirios yacía, con las alas aún un poco vivas, ya que habían volado hasta hace algunas horas.

Un pequeño aire de tristeza me invadió al pensar en todo el proceso por el que tuvo que pasar para vivir tan sólo un día, que su agonía habría sido quizás mas larga que su propia vida. También pensé en si habrá después del sueño algo parecido a aquél mundo de brumas y estanques en el que había vivido la mariposa antes de nacer.
En realidad todo esto no me incumbía, puesto que no existía.

Por el fondo del valle me marché caminando.

jueves, 28 de mayo de 2009

Teatro Onírico





Teatro onírico


En el baldío del barrio desolado, frente a mi hogar, el agua corría. Corría, aleteando jubilosamente en burbujas de colores verdes.
Al cerrar los ojos en medianoche, el primer sueño se descarrilo como el agua confundida de canal, mostrando a los árboles cargados de manchas.
La primer vista del bosque me mostró al hombre negro con su capucha y el rostro retorcido como un espiral que se esfumaba con el humo de la fábrica; y a las aves graznando cerca del estanque poblado de ranas azules. El color anís del cielo, titilando púrpura, se derritió muy lejos de las fuentes, y crecieron malvas enredadas de trigo en lontananza.
El tic- tac del reloj se detuvo por un momento, desgranándose en arena por varios minutos, y al recomenzar el conteo sonrieron los ocasos.
(El yo inferior, postrado en el lecho, sostenía los reflectores alumbrando en el sueño al yo superior, mostrándole las vistas de la sierra).

Tan pronto corrieron los venados, la llanura antes verde se desnudaba, impasible, hasta volverse los pastizales de color gris como el cemento.
El teatro, preparado oníricamente, se armaba despedazándose.
Me vi abrazado a la vida.

En la eterna transformación de los paisajes, el bosque se volvió un ancho camino, pletórico en rocas y montañas de piedra.
Entonces me alcé cuesta arriba del camino ondulado, hacia el prístino cielo. Ya alado, miré hacia abajo el sendero de los bosques quejumbrosos.
El agua había cesado la marcha de burbujeantes gotas de rocío, encaminada a arremolinarse desde los ríos con destino al incesante seno del Maelmstrom. Indolente, luego caía yo en el ojo de las trombas, perdido en el rumor de las algas y los zargazos.
Así arrastrado caí extenuado en el banco de la espuma en la orilla, y casi volviendo del sueño me atraparon en sus redes de ámbar las luciérnagas.
La luna tejió una seda y me envolvió en su capullo; y luego de un año de gestación me transformé en mariposa, cubierto de aureolas.
Nada más recuerdo de aquel visaje de palomas en el ancho cielo azur.
El yo inferior apagó las luces y seguí durmiendo.

De vez en cuando las manchas de los árboles necesitan de agua y las alimento.
De vez en cuando veo a las palomas dirigirse hacia el sur.
Esta noche dormiré de nuevo, y las saludaré.