martes, 16 de junio de 2009

Y una noche la luna se tiñó de negro





En Buenos Aires, lejos donde los charcos crecían y los ríos volvían a ser mar, y los mares crecían tan azules como el vestido del cielo, una noche la luna se tiñó de negro.
Y la dama buscaba al sol, oculto a miles de años luz: le decían la estrella extinguida.

Y si todo no fuese solo piedras, yo te hablaría, estrella mía:
-¿Y porque sigues ha tiempo la luz sola del dios del fuego?
¿Por qué te has ido estrella mía?

Valía la pena ver el eclipse.
Desde los campos la noche era mas negra y los geranios sollozaban al silencio de las aves y los grillos.

Todo enmudecía.
La carretera se encontraba muy fría, tan infausta como el cruel ocaso en donde buscamos al ave muerta en los nidos del ayer, y en los bosques. ¡Cruel! ¡Noche Cruel!
Nunca te pareces a esos mundos fantásticos llenos de flores, el paraíso nunca existió.

Pero, silencio.
La luna y el sol enmudecían.
Los dos reyes, hechos de un mismo hielo y azufre, colisionaban hasta fundirse los dos en un solo astro, y el señor de amarillo parecía ahogarse en el vientre nuestra madre, la luna.
Todo fue fugaz, y en un solo instante el profundo manto de la noche nos cubrió todo, hasta el mar de Punta Alta, y los arroyos que nunca existieron, porque simplemente lo que el poeta imagina es lo que no existe.

La luna se comió al sol.

Desde entonces el hombre lobo salió a habitar por siempre la pequeña plaza del barrio, y cada tanto sus aullidos prolongan nuestro miedo, y los cipreses se van volviendo cada vez mas polvo, hasta volver al seno de la tierra, de donde es que nacen.

Y la estrella jamás volvió a aparecer.

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